Me gustaba estar solo en aquella ciudad de nadie, me gustaba aventurarme
por allí sin rendir cuentas.
Efraim Medina Reyes
Si uno se adentra calmosamente y con el paralizo ojo en Icarías, del poeta chiapaneco Balam Rodrigo, tropezará con eternometrajes de seres que vagabundan ruidos, miserias, cables, banquetas envueltas por domésticas agonías; uno dará zancadas para platicar con palomas glaucas y reptantes, íconos idólatras, letras-calles donde pastan perros, tristezas de Dios, libros nómadas y melodiosa bulla. En estos poemas uno, como lector, fluye en manada, pajarea nostalgias de asfalto, se inca sobre el vidrio de una ciudad con silencio, con muertos trenes, con un árbol que crece en el insomnio y no en suelos fértiles. Icarías es el peregrinaje de un ser caído, terrestre, soberbio que se cree un perro callejero lamiendo el viento, un banco atermitado, un perro raquítico lamiendo la escombrosa escritura defecada por Dios.
Porque con sus
palabrares Balam convierte a la
ciudad en un mar gris, ladrido de corazón, un cántaro lleno de agua, de sol
muerto, de antimemoria; el poeta
resume a su ciudad como un eterno collage
en construcción: segundos pisos, nuevos hogares, edificios, calles,
colonias, parques, tiendas comerciales, centros de atracciones: la ciudad nunca
se queda estática, nunca permanece como el día anterior, se maquilla buscando
eterna juventud a sabiendas que la vejez está a la vuelta de la esquina; la
ciudad se deconstruye para verse mejor, para darle cabida a errancias e
inmigraciones, para no quedarse atrás y estar a la moda. La ciudad cambia
incoherentemente, con las patas para arriba si es necesario, amontona gente y
animales, árboles y coches, aires y brevedades. Balam nos retrata a la ciudad: libro incesante, pueblo infinito.
Icarías empieza con un onírico urbanismo.
El poeta da pasos laberintos para
tactar banquetas, cruces, peatones, piedras, mujeres y cables, brega por las
calles de su inmensa y abandonada ciudad, en la cual no hay pureza, todo es
mezcolanza de actuales necesidades, hay postes de luz fracturados, sin focos, a
oscuras se vagabunda por ahí, porque toda ciudad está enferma, enferma de
baches, de grafitis sarnosos, de niños anémicos, de árboles con plagas, de
edificios fantasma, de zonas rojas que ya nadie visita. La ciudad de Balam no
es más que las tres o cuatro páginas de lo que dura el poema, lo que dicta y
los personajes son todos suyos, inventos de su delirante e introspectiva
caminanza para cortar y pegar imágenes ya vuelto a casa, esas imágenes que se
coleccionan para habitarlas, según el poeta, después de la muerte.
Y para que
vean que no miento, en el segundo poema se habla del proceso de escribir: uno rescribe en el interior de las venas las
noches / todas y los días en vela: sigue con sus pasos y con su herramienta
introspectiva nos amarra a su creación: ¿quién
he de leerme si no vos, el mismo que escribe y que lee? El poeta reconoce
que sin un interlocutor-interlector no hay escritura y va detrás de la vida, de
los demás, de los ojos y la mente de seres anónimos para enseñarles las letras perdidas / en ese diccionario que
Dios abandonó sin terminar. El proceso se queda a media calle porque
estamos sujetos a las leyes de la (des)escritura del Otro: de nada le sirve a los poetas tanta introspección si no son
capaces de colarse en la vida cotidiana de seres sin nombre, si no son capaces
de que una mañana esos seres sin convenio alguno tarareen algún verso o hagan
suyas las ficciones literarias de otros, se espejeen en ellas. De nada sirve el
poeta si no se es capaz de convertir en poesía a los locos, los profetas y los niños — y algunas mujeres, e incluso,
algún perro—.
Detengámonos
un rato en la anécdota del papel de estraza. No hay mejor signo de urbanismo
que ese material. Balam lo toma del modelo de ropa y lo convierte en artículo
de cocina, en necesidad de mesa. El papel de estraza libra batallas culinarias:
puede servir de servilleta, de plato para los tacos o las empanadas, para
forrar la hoya en caso de no encontrar la tapadera. Vayamos al grano. Balam
convierte en papiro un papel de estraza y escribe la anécdota como se hacía en
la antigüedad sobre muros de roca, sobre pergaminos para que quedara constancia
de mitos creacionales, de formas de vida, de batallas épicas, hombres de estado
y profecías baratas. Lo escrito en un pedazo de papel de estraza quizá en mil
años será reliquia, fetichismo arqueológico, constancia de lo que pasó tal
fecha, en tal lugar. El poeta deja constancia y dice que ese día caíamos / al abismo de los tragos y
dormíamos en las banquetas; y salimos
/ a la calle, cruzamos av. cuautémoc, y
arrastramos / el hambre hasta llegar al restorán “el yucateco” / que no abrió.
Al fin y al cabo, un pedazo de niebla escrito
a jirones en papel / de estraza, perfumado con el olor de la cebolla y el cilantro.
Y así, el poeta termina su
urbanesciente palabrar con el dolor de un perro caído en su muerte, el cual
sueña que escribe entre sus pulgas y sus aullidos lánguidos. Con el perro el
poeta vuelve a la ciudad, sale de sí mismo y vagabunda los oscuros lienzos de asfalto, cruza a ciegas calles ciegas y mira el
manojo de pájaros que en parvadas insomnes viajan hacia el dolor, hacia la
nostalgia de barcos fantasmas, de aguajes secos, hacia su costal de lástimas que gime. El poeta es
el perro que aúlla para entender golpes,
manadas de olvidos, dolores, miedos. E Icarías cierra con su propia
antítesis: no quiere volar sino caer, descender, cercenarse las alas para derrotar / el cuerpo y la
memoria, y volver a caminar la ciudad, vagar su página, un antiícaro que no quiere volar-escribir,
sino leer.
6 de octubre de 2012.

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