jueves, 30 de abril de 2020

El niño X que fui

De niño era muy feo, hasta los quince años no tenía porte y era un ser gris, un ñoño. Negro de pueblo, además. Me importaba poco la percepción que tenía la gente de mí, yo sólo quería andar pateando un balón y soñaba con ser futbolista profesional. No es cierto, soñaba con estudiar medicina. No es cierto, soñaba con ser un marino navegando por el mundo. Amo el mar desde que tengo conciencia. Uno de mis primeros recuerdos sucede en una playa de Acapulco: tengo diarrea, mucha fiebre, me acompaña mi papá, quien se preocupa por curarme; olvidé el resto de la historia. Pero esto trata de mis días intrascendentes de la infancia. Era un ser cualquiera, ¿quién demonios quiere destacar en la infancia? Qué aburrido.
Aún recuerdo cuando la maestra de inglés me felicitó por salir en el cuadro de honor en el segundo bimestre del segundo año, el anterior fue el peor período en mi historia académica porque me quebré la mano, creo que jugando fútbol, sorteando las alturas. Todo el primer año estuve en el cuadro de honor, hasta fui el alumno más destacado del año, pero como era un niño cualquiera y pobre, la maestra de inglés no se dio cuenta hasta que ella estuvo enfrente de mi pupitre. Era un ñoño en toda la extensión de la palabra que jugaba fútbol.
Al fútbol le debo el cambio de matiz. No es que no hubiera tenido amigos antes, pero los amigos más entrañables, los que siguen apareciendo en mis sueños, son los adolescentes con los que pasé mis últimos años de infancia cascareando bajo el sol de 40 grados de Acapulco. Sin embargo, era un crío chaparro, correoso pero falto de estatura y, aunque mis compañeros presumían ante el entrenador que yo metía muchos goles, jamás fui titular. ¿Quién demonios pondría de centro delantero a alguien que mide 1.45 metros? El fútbol me quitó la ñoñez. Hubiera deseado que me curara la estúpida, ingenua y torpe idealización que tenía de la vida para no toparme con pared y no refugiarme en soledad en el mar. Me enamoré de las mujeres más hermosas y por andar de idealista las dejé ir o se fueron. Fui un ingenuo hasta que salí de la universidad y el mundo me dio ganchos mortales. Da lo mismo. Aprendí de la vida un poco tarde, descifré a contrarreloj lo que verdaderamente conviene para sentirse bien con uno mismo.
Al hacer el recuento de los daños llego a la conclusión de que hubiera valido la pena jamás haber aprendido lo que aprendí, renunciado a lo que renuncié, cambiar mis rumbos y mis intenciones, porque, ya de adulto, no siempre puedes poner en marcha tus decisiones y debes tragarte tus anhelos y deseos hasta ahogarte emocionalmente con ellos. Vivir es un infierno sorteable, pero vivir la vida adulta es sufrir las quemaduras eternas de un universo en explosión. Lo único que me divierte de adulto es criar a mis hijos y amar a una mujer que me ama: pero los hijos crecerán y se irán, y el amor de mi vida es una mujer bella que me ama pero pone sus límites. Lo que me agradaba de mi infancia era que me amaba a mí mismo y no tenía tiempo para distracciones. Sigo amando jugar futbol, aún sueño dormido y despierto sólo para lanzar mis fantasías por el retrete, y a veces deseo seguir siendo ese niño gris que jugaba futbol lleno de ingenuidad y de amigos y de muchos goles, aunque no sirviera para nada.

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