viernes, 16 de marzo de 2018

Las monedas que me faltan

Camino por la desarmonía nocturna de esta ciudad ajena. No alcancé el último camión que me deja a dos cuadras de la pocilga en la que vivo. Cuelgan cervezas de las manos de jóvenes que aún no retan a la vida, que aún no huyen de la ciudad que aman y en la que crecieron. Los taqueros lavan la grasa acumulada de su jornada laboral. 

Camino y lamento haber abandonado al puerto donde no nací, pero del que digo que soy, porque ahí aprendí a calmar mi voracidad de poder y dinero, mientras bronceaba mis sueños ingenuos con vista al mar, al fondo una balada de olas donde la felicidad era beber agua de coco bajo una sombra de treinta grados. 
Camino y lamento haber dicho que sí, hace cuatro años, justo marzo de 2014, a este trabajo precario donde está prohibido crecer, pedir un aumento de salario; donde está prohibido soñar con una casa, con un perro corriendo tras mis hijos, con dos o tres noches al mes junto a mi esposa en un restaurante de clase media baja. 
Maldigo el día en que por dignidad le di la espalda al poder y al dinero. 
Maldigo aquel agosto en que a las 2:40 de la tarde tomé un camión rumbo a esta ciudad de indigentes, de burbujas inmobiliarias, de complicidades políticas desde los puestos ambulantes, de jefes que ganan 80 veces mi salario. 
Camino y un centroamericano me pregunta por un sitio. Le respondo con el temor de quien no cree que aumente el salario antes de fin de año, con el temor de quien no pide el aumento de salario que le corresponde por derecho cada año.
Maldigo al jefe que tengo y su manía esclavizante y su talento para desertificar sueños ajenos y su creencia de que tiene la razón de todo. 
Camino y un perro me ladra con la fiereza de estas calles, de esta noche en que pienso no volver al trabajo nunca más, sin despedirme, pero si dejo el trabajo en un par de días vendrá el banco a tirar la puerta de la pocilga que rento. 
Amo a Acapulco como lo que es: el puerto donde no nací y me emborraché tanto creyendo que siempre tendría trabajos bien remunerados, aunque nunca he tenido trabajos bien remunerados. Todo el lujo de mi vida me lo ha dado la escritura, ir a leer para gente que no quiere escucharme mientras me hospedaban en el mejor hotel del lugar, lujos a cambio de mentir que escribo. 
Camino y vomito sobre mi derrota. 
Y ya no sé a qué palabras recurrir. Hace algunos días mi madre me pidió que ya no hablara del infierno en el que estoy metido junto a mis hijos y mi esposa. Porque le hago daño a la distancia. Mi madre como siempre cuidando de los suyos, quitándose el pan de la boca por mandarme un par de billetes que desaparecen en una tarde.
He leído a uno de esos filósofos bestseller, de los que saben vender y no pierden el tiempo en pensar. Ha dicho: si nadie quiere ayudarme, entonces cómo puedo confiar en alguien. Y no confío en nadie. Porque nadie me ayuda, nadie me llama, nadie vendrá a darme la mano en señal de que aún hay un lazo que nos une. Nadie me responde cuando les toco a la puerta o les marco por teléfono. 
Nadie me busca después de poner mi ñoño currículum en sus bandejas de entrada, a nadie le sorprende mi historia de vida ni les apetece integrarme a su equipo de trabajo. 
Soy un estorbo, un fracaso de humano para los demás y sólo camino en busca de ese adolescente drogadicto que abrió el coche que ya no uso porque no me alcanza para el combustible. Lo hurgó como policía. Revolvió basura con papeles que me endeudan y sólo se llevó algunas monedas creyendo que me sobraban, sin saber que esta noche las necesito para calmarme el hambre de varios días que guardo, para comprar un pan o un garrafón de agua, o la medicina que aplaque esta enfermedad de derrota que traigo arraigada en la garganta. 
Camino y nadie se sorprende de mi extrema delgadez, nadie pregunta porqué he bajado diez kilos en pocas semanas, porqué ya no platico como antes con la imaginación desbordada. 
Camino y me avergüenza llegar a casa con mi pobreza sobre la espalda.

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