domingo, 28 de febrero de 2016

Cómo me volví madridista

En estos días de tristeza, torpezas y malas gestiones en el Real Madrid, reconozco que lo sigo de unos años a la fecha.
¿Cómo me volví madridista? De poco servirá enlistar con detalle el vericueto que me hizo llegar a este puerto, pues era de los que no gustaban de mirar el fútbol en la televisión. Hubo ocasiones que hasta preferí ir a cascarear a la calle a mirar un partido de la selección mexicana. Me emocionó más una final que perdimos en penales con compañeros de la prepa de Acapulco que ver al capitán mexicano levantar una copa tercermundista, como a las que se accede en esta demarcación, o una de prestigio como la Medalla de oro en Londres 2012. Pero con el Real Madrid esa frialdad, ese rechazo de mirar el fútbol en la televisión desapareció. Quizá también es porque ya no me paso el día completo chutando en la calle o en el llano, ya nadie me llama a deshoras para ir a jugar, ya nadie me saca de mi rutina la mayor parte de la semana porque necesitan un goleador.
Recuerdo que estaba en Madrid, era 2009. Mi roomie era barcelonista y yo, antes de ser madridista, era antibarcelona: los responsables principales fueron la supuesta humildad de Messi y Guardiola: yo no creo en los humildes, en el fondo son hipócritas envueltos en un halo de simpatía mística. Ella se la pasaba mirando los partidos del Barcelona y en la acera de enfrente, en el Real Madrid, se gestaba una táctica mediática: el tipo más perverso, más egoísta, con ínfulas de dios griego, empezaba a meter un gol tras otro, era Cristiano Ronaldo. Y yo siento mayor empatía, estoy más cómodo con tipos perversos, sin aires de pureza, que se miran el ombligo sin descanso para decir que son el mejor experimento de la naturaleza; sí, esos humanos que ellos mismos se autonombran semidioses y no esperan a la generación siguiente para que les pongan la etiqueta de históricos, trascendentales en esta fugaz eternidad de vida humana.
Por CR7, como se le dice en el ambiente futbolístico, empecé a seguir al Real Madrid. No estaba convencido, pero había una puesta en escena voraz. A mi memoria vienen muy pocos partidos de esa época. Sólo era CR7 a todo galope por la banda, recortando hacia el centro y metiendo un disparo con trayectoria rara, un efecto sui generis que hacía parecer que el balón iba a las nubes y de pronto cambiaba endemoniadamente su rumbo hacia la portería. Era el verano de 2009. Y empezó la discusión banal, fomentada más por hacer dinero que por alumbrar el fútbol, sobre Messi y CR7. Yo ya había elegido terruño y no saldría de ahí, aunque el argentino siguiera haciendo mil y un maravillas; y no salgo de ahí, aunque Neymar sea el futbolista que más me divierte mientras lo veo haciendo malabares con el balón pegado al pie.
Un año después me volví aficionado del Real Madrid. Llegaba otro esperpento humano, otro dictador aborrecido por los “principios sociales”, por ese paradigma estúpido de la moral y la ética bajo el que se vive en la actualidad y está por convertir al fútbol en un deporte que generará más millones pero muy pocas, escasas pasiones. Todos bien portaditos en la cancha y en los banquillos y en la sala de prensa hablando como filósofos contemporáneos.
Decía que me volví aficionado del Real Madrid en el verano de 2010, cuando llegó José Mourinho. Algunos dicen que una institución como el Madrid no se merecía a una sanguijuela, comadreja y demás atributos con los que se describe al entrenador portugués. Y para colmo, la discriminación se hace presente: como no jugó fútbol no meceré dirigir un equipo de esta envergadura. Ya dije que los tipos de esta calaña son los que me atraen. Asesinos seriales, músicos drogadictos que están contra el mundo, escritores periféricos que lanzan flatulencias a las editoriales multinacionales. Porque el fútbol es pasión, arrebato humano, magia, mentira, traición, creerse la única persona capacitada en el campo para meter un gol; el fútbol es individual, aunque haya otra decena de compañeros, si nadie sabe ser individualista no sabrá cuál es su función en un ensamble de once personas. El fútbol es salvaje y los que no quieran ver escupitajos, mentadas de madre, patadas, cegueras del juez, golpes en el rostro que se vayan a una iglesia o a un foro sobre la paz mundial.
Ver la apuesta violenta de Mou despertó en mí el salvajismo con el que driblaba unos años atrás en campos amateurs, con el que burlaba rivales, con el que me levantaba después de que me destrozaran el tobillo y decía en un minuto te veo al borde del área y le hacía un túnel y le recordaba lo torpe que era y metía gol y lo celebraba en su cara. Renació esa violencia original con la que le dije a un visor que no me interesaba ser futbolista profesional pero que celebrara los goles y las jugadas que iba a hacer esa tarde. Porque el fútbol es una guerra, es una guerrilla, es un atentado suicida con tal de lograr un gol, de meter más goles que el rival, de ganarle a todo el que se te ponga enfrente.
Cómo no volverse aficionado de un entrenador rabioso, enfermo de ganar a toda costa y poniendo en el campo a once jugadores que no les interesaba el vals en el medio campo, olas intrascendentes a las que nadie teme, jugadores que aprendieron que el fútbol sólo existe en las áreas. Ver a Casillas tomar el balón, dársela a algún defensa y este a Xavi Alonso o a Ozil para que metieran la diagonal y CR7 o Benzema corrieran tras el balón para anotar un gol tras otro. Nada de pausas, al rival hay que pisotearlo en dos o tres toques. Había partidos en que se llegaba a medio tiempo y el Madrid ya ganaba por cuatro o cinco goles a rivales de diverso pelaje. El Madrid era un tsunami aplastando todo a su paso.
Mou y CR7 en el mismo equipo, intentando romper marcas y ganar campeonatos a toda costa; los hombres más egocentristas del mundo compartiendo barricada.
Sin darme cuenta, las acciones grotescas de Mou y los goles volátiles de CR7 despertaban un fanatismo extraño en mí. Y no soy muy dado a ese tipo de actitudes. Aborrezco los nacionalismos, los radicalismos, las ideologías que están por encima del diálogo y la negociación, a las religiones de todo tipo que hacia fuera son puritanas y bien portadas y por dentro, en realidad, son orgías de esclavitud humana.
Me di cuenta que era un fanático del Real Madrid en la vuelta de la Champions contra el Dortmund. Abril de 2013. El Madrid había perdido la ida 4-1 y necesitaba ganar por tres goles. El partido de vuelta era un desatino tras otro del Madrid ante la meta rival. Las volaba CR7, Higuaín no la metía, Ozil colaba pases de gol sin herir la portería contraria. Era un asedio de los merengues, hasta que en el minuto 82 Benzema metió el primer gol. Parecía demasiado tarde. La remontada era más que una utopía. Pero en el 88 un cabezazo de Ramos estremeció mis circuitos interiores. Estaba en la sala de la casa de mis abuelos, a un metro de la televisión, temblando y ansiando goles, y el gol de Ramos lo canté como si yo hubiera estado en el campo rematando el balón. Lo celebré como aquel gol de último minuto que metí en la final de la prepa, con el que empatamos y nos íbamos al tiempo extra. Mi playera desapareció y el árbitro me amonestó. Nada importaba más que celebrar esa felicidad instantánea. Me pasó lo mismo con el testarazo de Sergio Ramos. Grité tan fuerte, golpeé la mesa de la sala tanto que hasta la vecina se asustó. Faltaba un gol para llegar a la final. Era un manojo de nervios. No cayó el gol. Acabó el partido.
Entonces supe que toda la pasión que había nacido en mí, el volcán merengue que era, estaba por terminarse. Corrieron a Mou. La prensa española feliz. Vendieron a Ozil, el mejor futbolista del Real Madrid. Contrataron a Ancelotti, un buen entrenador, demasiado simpático, sí, de esas personas que mantienen el encuadre, que nunca cometen una brusquedad, alguien demasiado soso y un sabio del fútbol, tan sabio que llevó la Décima a tierras de Valdebebas. Un triunfo que no celebré como cada gol que metían los madridistas en los tiempos de Mou. Echaron a Xavi Alonso, CR7 intentó volverse más tierno con su hijo al lado y mostrar que no odiaba a Messi. Y la euforia se acabó. El fanatismo se desvaneció como esos huracanes violentos, que crecen y crecen en medio del océano y al oler continentes deciden darse por vencidos.
Los últimos dos años he visto cómo se convierte a ese Madrid antisocial, vehemente, rabioso, ese Madrid tsunami que tenía como arma letal el contragolpe que tanto criticaron los sabiondos del fútbol, en una caricatura sin identidad, sin ganas de triunfo, como si no le hiriera el orgullo ver a su máximo rival jugando al fútbol con la voracidad y las características originales de este deporte.

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