En estos
días de tristeza, torpezas y malas gestiones en el Real Madrid, reconozco que
lo sigo de unos años a la fecha.
¿Cómo me
volví madridista? De poco servirá enlistar con detalle el vericueto que me hizo
llegar a este puerto, pues era de los que no gustaban de mirar el fútbol en la
televisión. Hubo ocasiones que hasta preferí ir a cascarear a la calle a mirar un
partido de la selección mexicana. Me emocionó más una final que perdimos en
penales con compañeros de la prepa de Acapulco que ver al capitán mexicano
levantar una copa tercermundista, como a las que se accede en esta demarcación,
o una de prestigio como la Medalla de oro en Londres 2012. Pero con el Real
Madrid esa frialdad, ese rechazo de mirar el fútbol en la televisión
desapareció. Quizá también es porque ya no me paso el día completo chutando en
la calle o en el llano, ya nadie me llama a deshoras para ir a jugar, ya nadie
me saca de mi rutina la mayor parte de la semana porque necesitan un goleador.
Recuerdo
que estaba en Madrid, era 2009. Mi roomie era barcelonista y yo, antes de ser
madridista, era antibarcelona: los responsables principales fueron la supuesta humildad
de Messi y Guardiola: yo no creo en los humildes, en el fondo son hipócritas
envueltos en un halo de simpatía mística. Ella se la pasaba mirando los
partidos del Barcelona y en la acera de enfrente, en el Real Madrid, se gestaba
una táctica mediática: el tipo más perverso, más egoísta, con ínfulas de dios
griego, empezaba a meter un gol tras otro, era Cristiano Ronaldo. Y yo siento
mayor empatía, estoy más cómodo con tipos perversos, sin aires de pureza, que
se miran el ombligo sin descanso para decir que son el mejor experimento de la
naturaleza; sí, esos humanos que ellos mismos se autonombran semidioses y no
esperan a la generación siguiente para que les pongan la etiqueta de
históricos, trascendentales en esta fugaz eternidad de vida humana.
Por CR7,
como se le dice en el ambiente futbolístico, empecé a seguir al Real Madrid. No
estaba convencido, pero había una puesta en escena voraz. A mi memoria vienen
muy pocos partidos de esa época. Sólo era CR7 a todo galope por la banda,
recortando hacia el centro y metiendo un disparo con trayectoria rara, un
efecto sui generis que hacía parecer que el balón iba a las nubes y de pronto
cambiaba endemoniadamente su rumbo hacia la portería. Era el verano de 2009. Y
empezó la discusión banal, fomentada más por hacer dinero que por alumbrar el
fútbol, sobre Messi y CR7. Yo ya había elegido terruño y no saldría de ahí,
aunque el argentino siguiera haciendo mil y un maravillas; y no salgo de ahí,
aunque Neymar sea el futbolista que más me divierte mientras lo veo haciendo
malabares con el balón pegado al pie.
Un año
después me volví aficionado del Real Madrid. Llegaba otro esperpento humano,
otro dictador aborrecido por los “principios sociales”, por ese paradigma estúpido
de la moral y la ética bajo el que se vive en la actualidad y está por
convertir al fútbol en un deporte que generará más millones pero muy pocas,
escasas pasiones. Todos bien portaditos en la cancha y en los banquillos y en
la sala de prensa hablando como filósofos contemporáneos.
Decía que
me volví aficionado del Real Madrid en el verano de 2010, cuando llegó José
Mourinho. Algunos dicen que una institución como el Madrid no se merecía a una sanguijuela,
comadreja y demás atributos con los que se describe al entrenador portugués. Y
para colmo, la discriminación se hace presente: como no jugó fútbol no meceré dirigir
un equipo de esta envergadura. Ya dije que los tipos de esta calaña son los que
me atraen. Asesinos seriales, músicos drogadictos que están contra el mundo,
escritores periféricos que lanzan flatulencias a las editoriales
multinacionales. Porque el fútbol es pasión, arrebato humano, magia, mentira,
traición, creerse la única persona capacitada en el campo para meter un gol; el
fútbol es individual, aunque haya otra decena de compañeros, si nadie sabe ser
individualista no sabrá cuál es su función en un ensamble de once personas. El
fútbol es salvaje y los que no quieran ver escupitajos, mentadas de madre,
patadas, cegueras del juez, golpes en el rostro que se vayan a una iglesia o a
un foro sobre la paz mundial.
Ver la
apuesta violenta de Mou despertó en mí el salvajismo con el que driblaba unos
años atrás en campos amateurs, con el que burlaba rivales, con el que me
levantaba después de que me destrozaran el tobillo y decía en un minuto te veo
al borde del área y le hacía un túnel y le recordaba lo torpe que era y metía
gol y lo celebraba en su cara. Renació esa violencia original con la que le
dije a un visor que no me interesaba ser futbolista profesional pero que
celebrara los goles y las jugadas que iba a hacer esa tarde. Porque el fútbol
es una guerra, es una guerrilla, es un atentado suicida con tal de lograr un
gol, de meter más goles que el rival, de ganarle a todo el que se te ponga
enfrente.
Cómo no
volverse aficionado de un entrenador rabioso, enfermo de ganar a toda costa y
poniendo en el campo a once jugadores que no les interesaba el vals en el medio
campo, olas intrascendentes a las que nadie teme, jugadores que aprendieron que
el fútbol sólo existe en las áreas. Ver a Casillas tomar el balón, dársela a
algún defensa y este a Xavi Alonso o a Ozil para que metieran la diagonal y CR7
o Benzema corrieran tras el balón para anotar un gol tras otro. Nada de pausas,
al rival hay que pisotearlo en dos o tres toques. Había partidos en que se
llegaba a medio tiempo y el Madrid ya ganaba por cuatro o cinco goles a rivales
de diverso pelaje. El Madrid era un tsunami aplastando todo a su paso.
Mou y CR7
en el mismo equipo, intentando romper marcas y ganar campeonatos a toda costa;
los hombres más egocentristas del mundo compartiendo barricada.
Sin darme
cuenta, las acciones grotescas de Mou y los goles volátiles de CR7 despertaban
un fanatismo extraño en mí. Y no soy muy dado a ese tipo de actitudes.
Aborrezco los nacionalismos, los radicalismos, las ideologías que están por
encima del diálogo y la negociación, a las religiones de todo tipo que hacia
fuera son puritanas y bien portadas y por dentro, en realidad, son orgías de
esclavitud humana.
Me di
cuenta que era un fanático del Real Madrid en la vuelta de la Champions
contra el Dortmund. Abril de 2013. El Madrid había perdido la ida 4-1 y
necesitaba ganar por tres goles. El partido de vuelta era un desatino tras otro
del Madrid ante la meta rival. Las volaba CR7, Higuaín no la metía, Ozil colaba
pases de gol sin herir la portería contraria. Era un asedio de los merengues,
hasta que en el minuto 82 Benzema metió el primer gol. Parecía demasiado tarde.
La remontada era más que una utopía. Pero en el 88 un cabezazo de Ramos estremeció
mis circuitos interiores. Estaba en la sala de la casa de mis abuelos, a un
metro de la televisión, temblando y ansiando goles, y el gol de Ramos lo canté
como si yo hubiera estado en el campo rematando el balón. Lo celebré como aquel
gol de último minuto que metí en la final de la prepa, con el que empatamos y
nos íbamos al tiempo extra. Mi playera desapareció y el árbitro me amonestó.
Nada importaba más que celebrar esa felicidad instantánea. Me pasó lo mismo con
el testarazo de Sergio Ramos. Grité tan fuerte, golpeé la mesa de la sala tanto
que hasta la vecina se asustó. Faltaba un gol para llegar a la final. Era un
manojo de nervios. No cayó el gol. Acabó el partido.
Entonces
supe que toda la pasión que había nacido en mí, el volcán merengue que era,
estaba por terminarse. Corrieron a Mou. La prensa española feliz. Vendieron a
Ozil, el mejor futbolista del Real Madrid. Contrataron a Ancelotti, un buen
entrenador, demasiado simpático, sí, de esas personas que mantienen el encuadre,
que nunca cometen una brusquedad, alguien demasiado soso y un sabio del fútbol,
tan sabio que llevó la Décima a tierras de Valdebebas. Un triunfo que no
celebré como cada gol que metían los madridistas en los tiempos de Mou. Echaron
a Xavi Alonso, CR7 intentó volverse más tierno con su hijo al lado y mostrar
que no odiaba a Messi. Y la euforia se acabó. El fanatismo se desvaneció como esos
huracanes violentos, que crecen y crecen en medio del océano y al oler
continentes deciden darse por vencidos.
Los últimos dos años he visto cómo se convierte a ese Madrid antisocial, vehemente, rabioso, ese Madrid tsunami que tenía como arma letal el contragolpe que tanto criticaron los sabiondos del fútbol, en una caricatura sin identidad, sin ganas de triunfo, como si no le hiriera el orgullo ver a su máximo rival jugando al fútbol con la voracidad y las características originales de este deporte.
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