martes, 25 de junio de 2013

Borges visita al hijo de Minos

Alguien lo vio trepado en la barda del laberinto, con sus finos cuernos y su corpulencia de acero, creyendo que rejuvenecería si extraviaba sus ojos en la inmensidad del mar. A alguien le preguntó: ¿Qué habrá más allá de las flotas mercantes que viajan con prisa? ¿Quién vendrá a rescatarme de mi casa sin muebles?
Su vida era tediosa, sin algún dominó o juego de cartas que lo entretuvieran por las tardes. Se pasaba las noches en vela, contando estrellas fugaces; reía rabiosamente cada vez que perdía la cuenta pero, como todo preso con disciplina y sin trabajo, empezaba a contar de nuevo hasta que la tonalidad del cielo cambiaba.
Alguien me contó, o tal vez lo leí en un libro de segunda mano, que el temor de aquel monstruo era que transcurrieran los siglos y envejeciera recluido en esos pasillos. No quería que lo mataran; él podía suicidarse con un juego acrobático de sus cuernos.
Imploraba a cualquier dios de quinta que le cambiara la apariencia cada vez que visitaba comunidades donde lo corrían a punta de lanza; era un ser asqueroso y acercarse a él generaba terror. 
Su remedio era la misantropía, el único mecanismo con el que se apaciguaba cuando le nacía la pretensión de aventarse por la puerta fácil que da a un acantilado. La única tarea que le destinaron los dioses, posiblemente, fue comer humanos de vez en cuando o que se grabara cada resquicio de ese laberinto.
Cuando desbordaba de hambre, hurgaba en el pueblo más cercano. Perdía tanto tiempo en alimentarse que se olvidaba de galantear a la chica más bella de la cuadra. A pesar de que su padre fue un poderoso rey, este muchacho no tenía modales; mientras masticaba le decía a la muchedumbre apanicada: las mujeres griegas que me han traído carecen de magia, son lindas pero no dignas de un ser irrepetible como yo
Cada fin de mes, el muchacho se soñaba rodeado de semillas y frutos de una comarca, bañándose a diario en un río virgen, construyendo pacientemente una mansión. Qué lejos estaba de todo ello; su rutina era aburrimiento, silencios, soledad. En realidad, se la pasaba llorando en aquellos lúgubres pasillos, maldiciendo el día en que lo parieron, a los bobos que lo encerraron. 
Alguien lo pintó, o tal vez le escribió un poema, mientras le comentaba a Zeus que era un prisionero de la ignorancia humana.

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