Mi prima se sorprende al verme en casa
después de tantos días sepa dios dónde.
Toma sus muñecas y se pasea
cual actriz despeñada en la alfombra roja.
Mi prima tiene el cabello largo
y más lacio que de costumbre.
En sus ojos miro payasos, piedras, naufragios
y sonrisas enfantasmadas.
Nunca se quita las sandalias. Siempre ve la tele.
Se baña a solas y hace un tiradero de muñecas.
Una mañana me pidió un libro. No supe responderle.
No quise responderle. No sería yo
quien le quitaría los velos de la existencia.
(En realidad estaba dormido
y me negué a quitarme las sábanas,
el cansancio, mi convulsa desidia).
Mi prima repite oraciones bíblicas
y visita a las vecinas para contarles
cómo es la casa desde que se murió la abuela.
Sonríe por intransigencia, a lo mejor por seducción
o por simpleza involuntaria.
Sonríe mientras devora los chocolates que escondo,
mientras construyo un monumento a la tristeza,
mientras le respondo, con los hombros, que ignoro todo.
Mi prima sale a la calle para engentarse,
para deshojar su sombra, para acostumbrarse
a andar a solas y en silencio.
Se va y me deja convaleciendo a corazón abierto.
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