Muchacha, de mi vida hay poco por contarte. Desde hace años tomé como rutina ser un popular guía turístico sin método, discurso, ni referencias básicas y reales. Tampoco cuento con un pago fijo ni promociones, pues sólo puedo contarte de lo que veo, lo que he visto, las huellas que he dejado en esta ciudad sin carrizos. Todo se nos ha ido a la mierda, los hoteles, las casas antiguas, los barrios populares nacidos a finales del siglo XX se nos han ido a la mierda, son mierda, putrefacta existencia con vivarachos aires fúnebres, de amenaza y soledad.
Mientras yo, como todas esas colonias periféricas, estoy sólo. Soy una solitaria que no encuentra qué comer en esta exciudad de los carrizos. No me compadezcas, muchacha, esto no quiere decir que no haya tenido alegría, el brillo de todo adolescente cuando la bahía era más tranquila más allá de los rutinarios y canijos huracanes que se estacionaban en el verano.
La bahía no era tan gris, tan sucia, tan basurero. Tuvo su época dorada y a mí no me tocó estar en esos instantes de fiesta, apasionamientos humanos, de mucha cumbia y baile. Viví en otra época coleccionando asistencias de gol, con amigos honestos, aunque pasajeros, con los cuales empezamos jugando fútbol en un pasillo de la prepa y terminamos jugando varias finales, no aspirábamos al futbol profesional, sino a meter goles para escalar los cerros de Acapulco y, desde allá arriba, golpear al que no nos respetara, al que abusara de los demás, al que andaba detrás de nuestras chicas sabiendo que eran nuestras chicas, al que ofrecía droga a algún niño de secundaria recién llegado. Esa no era nuestra tarea principal, era un hobbie para mantener el ambiente libre de malaria.
Nosotros tomábamos el balón y nos olvidábamos de la familia, los próximos exámenes extraordinarios, de la playa, del graffiti y las deudas pendientes con asaltantes ingenuos. Sólo queríamos ganar el partido callejero, la final de la prepa, tener el campeonato universitario para irnos a la estatal. Teníamos talento, técnica y colmillo, pero para ascender en esto del fútbol también hay que tener muchos billetes en los bolsillos, así que no nos quedaba más que conformarnos con las tortas gigantes de Doña Bombón que nos invitaba el entrenador.
Todo eso, muchacha, ha quedado en los basureros, los arroyos atravesados por brazos, cabezas y la caquita humana que van a dar al mar. Todo eso no es más que el flashback de unos críos inexistentes, imaginarios, con los que convivo cada noche que me emborracho. Amigos imaginarios que jamás fueron carne y hueso, que jamás metieron un gol, que no tuvieron otra opción que huir de estos carrizos de balas certeras o ser parte de la tropa. Huyeron para un lado u otro.
La bahía no era tan gris, tan sucia, tan basurero. Tuvo su época dorada y a mí no me tocó estar en esos instantes de fiesta, apasionamientos humanos, de mucha cumbia y baile. Viví en otra época coleccionando asistencias de gol, con amigos honestos, aunque pasajeros, con los cuales empezamos jugando fútbol en un pasillo de la prepa y terminamos jugando varias finales, no aspirábamos al futbol profesional, sino a meter goles para escalar los cerros de Acapulco y, desde allá arriba, golpear al que no nos respetara, al que abusara de los demás, al que andaba detrás de nuestras chicas sabiendo que eran nuestras chicas, al que ofrecía droga a algún niño de secundaria recién llegado. Esa no era nuestra tarea principal, era un hobbie para mantener el ambiente libre de malaria.
Nosotros tomábamos el balón y nos olvidábamos de la familia, los próximos exámenes extraordinarios, de la playa, del graffiti y las deudas pendientes con asaltantes ingenuos. Sólo queríamos ganar el partido callejero, la final de la prepa, tener el campeonato universitario para irnos a la estatal. Teníamos talento, técnica y colmillo, pero para ascender en esto del fútbol también hay que tener muchos billetes en los bolsillos, así que no nos quedaba más que conformarnos con las tortas gigantes de Doña Bombón que nos invitaba el entrenador.
Todo eso, muchacha, ha quedado en los basureros, los arroyos atravesados por brazos, cabezas y la caquita humana que van a dar al mar. Todo eso no es más que el flashback de unos críos inexistentes, imaginarios, con los que convivo cada noche que me emborracho. Amigos imaginarios que jamás fueron carne y hueso, que jamás metieron un gol, que no tuvieron otra opción que huir de estos carrizos de balas certeras o ser parte de la tropa. Huyeron para un lado u otro.
Ellos son podredumbre como yo, como esta soledad que ha visto cabezas humanas en fila india, chiquillas hermosas esperando la cita con el ginecólogo dentro de una absurda fila india. He visto cómo nos han invadido los autoservicios y los celulares apostados en fila india en cada esquina, donde mi soledad hace fila india para que le expliquen si el pasado fue de carne y hueso, si los críos despedazados son de carne y hueso, si las cicatrices que llevo son de carne y hueso, si tanto pepenador y ambulante son de carne y hueso.
O, si todo lo creo observar, simplemente es un show imaginario provocado por mi cansancio, mi vagancia, la insolación, por esta anemia de ya no comer las tortas de Doña Bombón, sin amigos, sin chica, sin goles desde hace varios años, pues cuando voy y me paro frente a la playa hay una energía que me dice que todo esto, yo como parte del paisaje, no es ni carne ni hueso.
O, si todo lo creo observar, simplemente es un show imaginario provocado por mi cansancio, mi vagancia, la insolación, por esta anemia de ya no comer las tortas de Doña Bombón, sin amigos, sin chica, sin goles desde hace varios años, pues cuando voy y me paro frente a la playa hay una energía que me dice que todo esto, yo como parte del paisaje, no es ni carne ni hueso.
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