Hablan ligero sobre una avenida tapada por hoteles, peces y pescadores con lomos apaisados, por un mar donde ya no se surfea la insolencia de las olas; y sentir sólo el poniente salino cuando el viento no sabe de puntos cardinales. Superficies de vidrio sin filiación.
¿Alguien ha tratado de hacer renacer el ojo de agua de El Veladero o ha escarbado frente al parque Papagayo para hallar las osamentas míticas arrastradas por un huracán del que todos hablan, pero muy pocos atienden esas cicatrices en la chicha de Acapulco?
¿Por qué no hablar de los muchachos correosos que acarrean fruta entre la podredumbre del mercado? ¿Por qué no compartir la torta y el agua de mango o guanábana, más hidratantes que el coco?
No saben de ello. No saben hacia qué piedras llenas de mierda nadar y atrapar camarones que serán asados con su propio aceite en una lata de refresco o cerveza. Partámonos la madre lavando coches en el río El Camarón y después pararé humildemente el oído para atender sus falacias tropicales.
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