Leo por azar a Robert Kelly
en una antología de poesía norteamericana.
Leo: “los pechos de los ángeles están tibios al sol”.
Leo a Kelly recordando que la última vez que hable de ella
su mejor amiga me dijo que estaba loca.
No supe qué contestar en ese momento.
Quizá asentí y esta baratija de amistad
fue a contar lo que no dije de ella a sus espaldas.
Quizá sí dije que estaba loca,
pero cariñosamente,
rememorando los cuidados que le hacía mientras
nos perdíamos bajo 35 grados de calor a la sombra.
A mis espaldas estaba el mar de Acapulco
al que se le incendian los pechos después del mediodía.
Ella era un ángel negro con los pechos repletos de ingenuidad.
Leo un reportaje sobre campañas políticas en México
y, ya por terminar, lo único que recuerdo es la frase:
“Hubo mascadas, lápices, discos de vinilo
y hasta libros con la ideología del Partido de la Revolución
a pesar de ser candidato único” (imaginarán quién fue el candidato).
Y descubro que ese tirano enfiló a la gloria
a un cantante que durante toda mi infancia
se oía en las esquinas y los urbanos
que circulaban con menos rabia en los 90.
El Sol era un ángel bronceado pacientemente,
decían las vecinas mientras “cuando calienta el sol…”.
Observo por la ventana imaginaria de mi pocilga:
Ángeles derrapan en los bulevares a 100 km/hr.
Ángeles maquinan un nuevo asesinato.
Ángeles sueñan con viajar al espacio
y no volver a este planeta enfermo de huracanes y sequía.
La televisión, la historia pueden convertir en ángel
a cualquier ser miserable que cumpla con los requisitos.
Por ahora, diré que sólo cuido de dos ángeles varones
que si un talento tienen es arrasar con todo a su paso
y pedir puntualmente su comida en la temperatura exacta.
Vuelvo a la antología de poesía norteamericana
y leo el final del poema de Kelly: “Qué dice su canción”.
Y los ángeles bajo el sol son coches en miniatura
despedazados por el paso del tiempo, el olvido,
las renuncias que uno tiene que implantarse
para no echar a perder este absurdo oficio que llaman vida.
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