jueves, 12 de abril de 2018

Te convertiste en mi Elizabeth Taylor

Cuando te vi no le presté atención a tu sigiloso cuerpo. Preferí devorar intensamente la cajetilla de cigarros baratos que me acompañaban desde hace tres meses. 
Eras como un insecto incompetente buscando de comer entre mis libros, pero después te convertiste en mi intuición nocturna intentando asomarse a tus dedos, a tus silencios, a las llegas de tu corazón. 
Eres unas líneas de poema que nunca escribiría, mis mañanas y dos de la tarde a solas en el café. 
Eres ese vestido con flores envejeciendo frente al Pacífico, una calle para morirse de miedo o de amor o de falsas esperanzas o de un balazo de rostro desconocido.
Eres una mirada de trapecista, una voz después de tres tequilas, unos pasos hacia el tren de los asesinados, te convertiste en un recuerdo con sabor a whisky, a musa ambulante, a galeras de gallinas a punto del descuelle. 
Eres la novedad de tus mejillas, de tus piernas hartas de no dar con un príncipe azul o cosas de esas, de tu cintura con palabras de amor y un mapa para extraviarse en tardes de fin de mes. 
Eres chica de autoservicio, recamarera, hija de Zeus y de tu mamá. 
Eres un día de alcohol, mis noches de insomnio, veinte fotografías en las que no salen tus nalgas, un camión para perderse en la ciudad, un aburrido poema de Borges. Eres selva, coral, montaña, terremoto, jardín para suicidarse, el spa para recuperar escombros, erecciones, batallas perdidas. 
Eres (de lejos lo noté) tibia, húmeda, con sabor a tetas de playa, a cucaracha higiénica, a fruta podrida en el refrigerador, a pañal de bebé con diarrea y un futuro de la chingada. 
Desde ese medio día de domingo te convertiste en mi Elizabeth Taylor, en mi primer día de nieve, en meter el gol del triunfo en una final. 
Eres (lo noto ahora que siempre estás ausente) el cigarrillo que me cura el cáncer, una idealista melodía de Lara, mi cabecera, mi dolor de espalda, mi cuenta del banco en rojo, mi dama de no-compañía, mi diario, mi pc con la batería estropeada. 
Eres el cuello para dar vueltas por la bahía, un edificio por construir, el mezcal que añejo frente a mis libros, la bebida para recuperar masa corporal, la llamada nocturna, la carta sin destinatario que te dejo en Correos de México, la coca-cola que me despierta, la calle de la infancia en la que me rompí un brazo. 
Eres este pulso por arrancarte de tu árbol y platicarte cualquier cuento de esquina y lamerte y besarte y tocarte y decirte que eres un veneno, eres toda tu existencia, todos tus dedos del pie izquierdo y los restantes, todos tus lunares para sentirme navegador de nebulosas, todos tus poros y vellos y cicatrices de cuando eras niña. 
Eres las letras de tu nombre y tus dos apellidos, toda esta lejanía que me da valor para proponerte que nos sentemos afuera del cine y te platique sobre mi vida de nómada, en la misantropía y con tanto idiota al que le doy asco. 
Eres todo este no verte para convencerte de que para mí eres toda la soledad disponible en esta ciudad, en este país, en este mundo con un poco de lluvia, de miedo, de envidia, de falsas promesas y gente muriendo con el estómago hueco y la cabeza llena de sueños.

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