sábado, 27 de septiembre de 2014

Escribir es gritarle a la vida ‘aquí estoy’ pero es sorda

En uno de sus libros Juan Manuel Roca cita a André Maurois quien afirma que “los únicos paraísos verdaderos son los perdidos”. Y, si de paraísos perdidos se trata, la literatura de Efraím Medina nos lo muestra pues nos lleva a pensar que la vida es triste, carroñera, un insecto que devora todo lo que le pongan a su paso (la termita por fin acaba con el bosque y no ha saciado su hambre). La vida a veces es aburrida por tanto modismo y tanta publicidad basura con la que tropezamos, es la mejor locura realizada por la naturaleza que hemos convertido en un paraíso perdido. La vida es una horda de mamíferos que compran seguros de vida que no cubren el asalto a la vuelta de la esquina ni los despidos laborales o que cierta chica se vaya con el primer simio que le ofrece papeles de radicación en Estados Unidos, como lo cuenta Medina en su novela ‘Érase una vez el amor pero tuve que matarlo’, donde se asesina el amor jugando basquetbol con una pelota imaginaria, filmando una historia que será un fracaso, y se habla de Sid Vicius y se reescribe el suicidio de Kurt Cobain mientras se toca una guitarra imaginaria con los decibeles muy subidos de depresión —o cómo se mida ese mito enfermedad posmoderno—.
De Efraím Medina, el narrador de Ciudad Inmóvil, sólo diré lo que él ya dijo hace tiempo que en el 95 y el 97 ganó el premio Nacional de Literatura en Colombia y, según él, antes ya había ganado una veintena de asquerosos premios en todos los géneros literarios, pues la vida que retrata en sus narraciones, en sus poemas, en sus irredentas crónicas es una vulva medio frígida, medio impúdica, medio impotente e infértil. Es la vida sin valor y mediocre de la que hablaba José Alfredo, pero, en este caso, repleta de rock noventero, de alcohol, de bares, de sexo, drogas y, sobre todo, demasiada tristeza y desolación, de un sinnúmero de sueños sin tierra firme. En palabras del propio Medina, la vida es una cosa miserable allá afuera. Y dice aún otras cosas. Como la advertencia de que quien se toma enserio la literatura degenera en una momia ilustrada y de esas ya hay demasiadas no sólo en Colombia, Efraím, en México pululan y de a montón, no son más que fantoches con tino y una que otra ocurrencia aceptable que los puso en el limbo no literario sino de reflectores y famas cultureras apagando a quienes verdaderamente fueron genios en la literatura nacional, pero preferían romper lámparas e insultar al poder como Efraín Huerta; o con un discurso rebelde, desordenamente musical, el genio del caos poético, como lo muestra en sus textos Jaime Reyes; o la subversión homosexual de la poesía de Abigael Bohórquez; y uno que otro que por ahí anda en la penumbra literaria nacional.

Al final del día, ¿qué es la vida y para qué sirve la literatura? Es una pena que no me guste la propuesta bakuniana sobre la vida que planteó Juan Manuel Roca en su ‘Diccionario anarquista de emergencia’ y que tampoco haya enlistado la palabra literatura. Me libraría de decir que un día me tomé la literatura enserio, empecé a añorar la vida con los amigos, no los de ahora que son más contactos de emergencia y de conveniencia, sino aquellos con los que me gasté la adolescencia escapando de clase para ir a jugar fútbol en la cancha de una unidad habitacional que estaba cerca y meter goles en porterías imaginarias. En esos días, la vida no era triste y se podía resumir en uniformes escolares empapados de sudor y coraje, en adolescentes tranquilos ensayando cómo perderían una final en penales y yo estrellaría tres veces el balón en el poste durante aquel partido. Nada más nos interesaba. Nadie creía que algunos terminarían como obreros, otros como policías, otros de asalariados de hotel, algunos, quizá, ya devorados por el Goliat de la violencia, y yo, el único torpe y cegatón, naufragando en leer una novela que valiera la vida o tratando de escribir poemitas con la intención de ganarle, en muerte súbita, al pasado y al futuro, porque el presente hace tiempo que me metió una goliza.
Por ello hablaré un poco de ‘Érase una vez el amor pero tuve que matarlo’. La encontré por error. Después de dar con Andrés Caicedo y su rubia que andaba de fiesta en fiesta y con el Pink Tomate y la Amarilla de Rafael Chaparro. La leí, la releí. Me quedé estancado en Rep y me atropellaron. Me abandoné a mí mismo. Me encerré inútilmente con la creencia de que ahí encontraría la lucidez para ser un buen escritor. Leí aquel monólogo (que una malísima escritora de por acá le hizo el peor de los remakes sin aclarar la fuente) que dice “uno se mete a escribir porque una chica le dijo que le gustaban los escritores, porque no sabe boxear, porque está flaco y no hay remedio, porque necesita una coartada para no trabajar, (pero a fin de cuentas) porque no sirve para nada de lo que uno quiere, Pelé no vuelve a la cancha y la chica linda se entera de que escribes y no deja que se la hundas hasta el otro lado de la muerte”. Eso es escribir y la vida, un vano intento por gritarle a la vida aquí estoy, pero es sorda. No te queda de otra que regalarle tu encendedor de oro a la gatita suave y amable del parque porque se le han acabado los cerillos.
Cuando leí esa novela supe que no soy uno de esos con pelos en el corazón y me volví malo (de deficiente), como escritor y como persona y como ciudadano e hijo y asalariado. Supe que no tocaba la guitarra como Hendrix ni tenía la lucidez para escribir las levedades de Kundera (la momia que está de moda) o, por lo menos, las imploraciones del desterrado Ovidio.
En fin, esta novela de Efraím me mostró que nadie sabe lo que tiene hasta que le duele mucho. Me dio un coscorrón e hizo saber y añorar aquella vida, aquellos amigos, aquellos goles que metí cuando fui adolescente pero había que matar todo aquello y recoger cada fragmento mientras releía las vaganzas de Rep en Ciudad Inmóvil.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario